jueves, 3 de diciembre de 2009

La ingratitud del consumidor

No es nueva la polémica sobre los derechos de propiedad intelectual y el conflicto con los usuarios de las nuevas tecnologías. La pretensión de estos últimos por dar rango de derecho al acceso sobre las obras que generan los creadores, y sobreponerlo al derecho de estos de administrar su propia obra es digna de una obra de Kafka.

Si yo escribo, compongo, pinto algo, ¿no tengo derecho a decidir como distribuir mi obra, cómo darla a conocer, a quién vendérsela y a quién regalársela? Que una tecnología abarate los costes de distribución y permita una mayor rapidez y alcance en dicha distribución, de ningún modo dota a nadie de argumentos para usurpar la propiedad de dicha obra. La manipulación y distribución de mi obra sin mi permiso o aquiescencia, es cuanto menos una enorme falta de respeto. Me convierte en un mero esclavo al servicio de quien nada aporta para el desarrollo cultural y creativo. ¿Tengo que renunciar a crear porque no se me garantiza el control sobre mi obra? ¿Tengo que quedarme callado porque cada vez que abro la boca hay alguien que, además de menospreciarme, pretende decirme cómo, cuándo y a quién han de ir dirigidas mis palabras? Si yo alcanzo un pacto con quien se compromete a distribuir mi obra con una remuneración más o menos justa, pero regulada legalmente, ¿cómo puede nadie decirme que mi obra debe estar disponible para todo el mundo de manera gratuita, sólo porque hay una tecnología que lo posibilita? ¿Qué clase de barbaridad es esa que pretende dar carta de naturaleza de derecho el verme sometido a su tiranía?

No tengo ningún interés en educar a nadie. No me interesa que nadie adquiera más o menos cultura y/o inteligencia gracias o por culpa del orden que mi imaginación y conocimientos dan a las palabras. La relación entre creador y aquel que disfruta de las obras creadas por aquel, no es de igual a igual, y por ende, la relación sobre los derechos sobre dicha obra, tampoco lo son. Es muy posible que pocos lo entiendan. Y que se sigan abundando en argumentos y comparaciones demagógicas con pretensiones de equidistancia. Muy bien. Tampoco pretendo convencer a nadie.

Pero lo que sí tengo cada vez más claro, es que siento una extraña empatía por la decisión de Kafka de quemar su obra. Hay civilizaciones que sólo merecen silencios...