En el mundo del fútbol tanto si eres entrenador como si eres árbitro, es seguro que siempre te vas a encontrar con individuos que nunca habrán entrenado o pitado siquiera un partido de infantiles, pero que creen saber mejor que tú como hacer tu trabajo. Pero mientras el árbitro permanece estable en su puesto por años y años, el entrenador se ve obligado a hacer las maletas a cada poco tiempo. Dicen que es cosa de los resultados, pero va mucho más allá...
En la actualidad hay unos pocos técnicos con el prestigio suficiente como para acaparar las portadas de los diarios deportivos. Quizás, el que más notoriedad ha alcanzado en los últimos años es un portugués de gesto arisco llamado José Mourinho. Su currículo es impresionante y su carrera está llena de peculiaridades que le hacen un entrenador especial. Por su estilo de juego pertenece al grupo de entrenadores llamados resultadistas, pero al igual que a Favio Capello, los hechos le avalan. Oporto y Chelsea le deben su gloria. Y Deco y Lampard su salto al estrellato.
Mourinho deja el Chelsea. Esa es lo noticia esta semana. Su relación con otro personaje peculiar, Abramovich, se ha roto definitivamente. No soy amigo de hacer pronósticos pero el Chelsea le va a echar de menos. El carisma de José le ha llevado a enfrentarse con todo aquel que se interousiera en su camino hacia la victoria. En el apogeo del Manchester United, llegó él y les arrebató dos títulos de la premier. Y en sus enfrentamientos con él probablemente mejor Barcelona de la historia, fue capaz de sacar de sus casillas al mismísimo hombre tranquilo: Frank Rijkaard, otro grande. Las eliminatorias en Champions League entre estos dos equipos han deparado probablemente los momentos más intensos de fútbol en los últimos tiempos.
Mourinho deja el Chelsea porque no admite injerencias en su trabajo. Nadie suele admitirlas de buen grado, pero para un entrenador es el pan nuestro de cada día. Presidentes, periodistas y jugadores suelen robarles el protagonismo cuando lo merecen, y suelen dárselo cuando no lo tienen. Así es el fútbol, mítica frase que lo resume y resuelve todo en este mundo. Pero Mourinho tiene en su haber haber sabido ver en jugadores como Costinha, Tiago, Carvalho, Deco, Maniche, Cech, Terry, Lampard, Essien o Drogba las características necesarias para hacer de sus equipos maquinarias perfectamente engranadas para conseguir victorias. Convirtió el hambre de gloria de los jugadores en voracidad. Porque en el fútbol no es suficiente con tener buenos jugadores, hay que querer ganar, hay que creer en la victoria más que el rival. Y en eso, Mourinho es como el mismo Cronos, se comería a sus hijos con tal de seguir reinando en el Olimpo.
La otra cara de la moneda es que ese mismo caracter le ha conseguido ir acumulando enemigos a cada partido, en cada declaración a los medios, casi casi en cada aparición pública. Pocos son los que le quieren. El respeto como profesional se ha visto oscurecido por los odios que despierta. Y la prensa ha aprovechado como nunca la carnaza que tenía delante. Han hecho de Mourinho un antihéroe antipático. Detestable. Sólo cuando el tiempo pase, su tiempo de triunfos constantes, sólo entonces se le empzará a recordar con cierta nostalgia. Sobre todo, aquellos que un día contaron con él como el general que comandaba sus tropas. Mientras tanto, su figura de dandy enfurruñado seguirá despertando inquinas. Pero si por alguna cosa le tendremos que recordar los que gustamos del fútbol en cualquier versión, es su demostración de que la gloria está al alcance del trabajo diario, del rigor, del orden. En un fútbol como el de hoy tan lleno de fuegos de artificio, tan predispuesto en convertir en dioses a quienes sólo tienen destellos, Mourinho se ha labrado su fama con un puñado de soldados, no exentos de calidad, expertos en la lucha cuerpo a cuerpo. Donde vaya se rodeará de los suyos, de los jugadores leales, de los que primero cumplen antes de pedir recompensa alguna. De los que hacen que el mundo del fútbol sea todavía un lugar digno.
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