Estamos en los tiempos en que concurren dos circunstancias que se oponen de manera tragicómica. Por un lado, están los expertos de todo, esos que no tienen empacho alguno de comentar cualquier tema y dar opiniones en las que sientan cátedra. No es que sea muy difícil diferenciar al que sabe del charlatán, pero la verborrea de este último tiene como fin poner a la misma altura el discurso ininteligible, de aquel mínimamente coherente y argumentado. En el otro extremo figura el erudito en un tema en el cual está especializado, su pan de cada día. Abrir la boca ante él, es para emitir sonidos de asombro o bostezos. Y es que hasta preguntar te pone ante el espejo de tu propia ignorancia.
Ambos extremos ponen de relevancia la escasa capacidad de escucha. No sólo nos creemos aquello que decimos, sino que nos encanta el sonido de nuestra propia voz. A mí me parece que no es necesario ser enólogo para disfrutar de un vaso de vino. Ni ser pedagogo para educar un hijo. Pero también tengo claro que si me paso la vida mezclando la velocidad con el tocino, difícilmente puedo decir nada acerca de la Teoría de cuerdas. Si acaso, saber que existe.
Creo que es una cuestión de ámbitos. Y así como en la barra de un bar puedo presumir de conocimientos sobre Australia aun sin saber que su capital se llama Canberra, no es aconsejable presumir de cinturón amarillo de judo en una pelea callejera. Hay que evitar a toda costa el ridículo de enseñarle a un pastor de llamas lo que es una antorcha. Aunque se sea Doctor Honoris Causa. Y por mucho que en Georgetown dejen dar conferencias a cualquiera, no es menos cierto que tener estudios puede llegar a facilitar las cosas. Aunque el destino te espere en forma de cola de paro. Y aunque la cronología venga a quitarme las calzas, antes de cualquier diálogo platónico hizo falta que cobrara vida el pensador.