Se ha convertido en un ejemplo clásico a la hora de diferenciar el primer mundo del tercero, que en este no existe la basura. El síndrome de Diógenes consiste en acumular objetos inservibles de manera compulsiva sin importar su procedencia, utilidad o valor. En las cocinas de las casas posmodernas se separa el plástico del vidrio, el papel de los residuos orgánicos. Todos respondemos a un patrón de consumo, el problema reside en lo que hoy se conoce por sostenibilidad.
Transmitir los valores no consiste tanto en perpetuar costumbres como en educarnos como presuntos clones. De esto saben mucho pedagogos, propagandistas y programadores de televisión. A base de repetir el mensaje, se pretende obviar los motivos que lo originan, las preguntas que pretende responder, los intereses que busca cubrir. De este modo, cualquier propósito bienintencionado es susceptible de malinterpretarse.
Vivo en una de las ciudades más sucias de España, que es como decir de la tierra, porque si algo alaba el turista español cuando viaja es lo limpios que están los lugares que visita; incluso cuando se trata del culo del mundo. Aquí, no hace falta que los barrenderos se pongan de huelga para verlo todo sucio. La porquería es visible en esta ciudad que cobra un impuesto que se llama ecotasa: la paradoja no es tanto el nombre como su cuantía. El hecho es que bajo el disfraz de una cultura cívica solidaria, demócrata y ecologista, se le impone al ciudadano la obligación de separar los residuos, o lo que equivale a decir: mano de obra gratis para una empresa privada que surge y se ampara de la iniciativa pública y ciudadana. Una burda estafa. Porque los beneficios no redundan en modo alguno en el conjunto de todos nosotros. De hecho, esa publicidad que más que sugerir, nos prescribe consumir, es el elemento imprescindible que sostiene a la industria del reciclaje. Si imperara la mesura y la moderación, ¿alguien cree que habría algo llamado vertedero?
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