martes, 3 de junio de 2008

Persiguiendo a Amy

Hay una absurda tendencia a identificar a los ídolos como aquellos elegidos en los que se pueden observar encarnadas todas las virtudes que puedan considerarse dignas del ser humano. Se puede ser generoso y canalla al mismo tiempo, ser un buen escritor y un pésimo padre, presidir Amnistía Internacional y coleccionar multas de tráfico. El ser humano no es perfecto salvo en esto mismo; oséase que la humanidad radica en la imperfección...

El problema pues, no me parece que esté en quien elegimos admirar. El problema es que depositamos en esa persona todas nuestras esperanzas. Y no sé por qué siempre he pensado, que aquel que hace de un congénere un ídolo, tiende a escurrir el bulto de su propia responsabilidad. Se puede y se debe admirar aquellos pensamientos, palabras y acciones dignas de ser destacadas. Pero más allá de esto, no cabe deducir mucho más de aquel que las protagoniza, ni, por supuesto, otorgarle la capacidad de representar tales bondades eternamente. La ejemplaridad y la excelencia son flores de un día cuando hablamos de personas de carne y hueso.

Amy Whitehouse canta como si no fuera de carne y hueso. Canta como si sólo fuera voz. Pero no es así. De hecho, su rostro tras consumir todo tipo de drogas, no es muy diferente del de cualquier drogodependiente. De hecho puede decirse que hay momentos en los que es una yonqui antes que una persona, por mucho que todos quisieramos que fuera al revés. Quizás un día de estos, alguien le eche la culpa al éxito. Porque de todos es sabido que los ídolos no tienen culpa de nada. Hay un refrán que me gusta mucho que dice más o menos así: "entre todos la mataron y ella sola se murió". ¿Podrá Amy cambiar el destino que todos le hemos asignado? De las cosas que pueda regalarte la fama, no hay nada más terrible que verse perseguido por los fantasmas de gente que incluso ni conoces... Seguro que la Whitehouse se operaba del triunfo si pudiera.

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